A finales de agosto
el viento del sur
se vuelve poniente,
casi norte, y trae olores
a tierra húmeda,
a hongos y a las primeras
lumbres del hogar.
Los polluelos de los vencejos
y las golondrinas
por fin despegan del nido
y entre piruetas circenses
se aventuran al vacio
sin que sepan bien por que.
El sol cabecea día a día
mas temprano y muy pronto
dejara de madrugar.
Se ocultará tras nubes grises
y dará paso a tardes de paseo
por la orilla del rio,
por entre los campos de girasoles
por las caminos solitarios
y melancólicos que unen pueblos
sin vecinos, sin ilusiones,
pueblos de piedra con ganas de llorar.
La fuente mana un hilo fino y débil
de agua pero no hay niños
que jueguen a su alrededor
o que corran hacia el puente
ni que monten en bicicletas
que ahora descansan guardadas
junto a las zapatillas de dedo rotas
de tanto esfuerzo y una cincha
de donde cuelgan las perdices
en cuanto se pueden matar.
A finales de agosto vuelve el silencio.
Dentro de las casas se oyen
los crujidos de cansancio
y de vejez de las puertas y ventanas
que se hinchan de rabia
y no se dejan cerrar.
Fuera por no molestar
en mi patio respiran en voz baja
el tomillo, el romero …
y una salvia que vuelve a florecer
Es una paz sin tregua,
que todos aceptamos
con la promesa de volver
el año próximo.
Voy a cerrar.
Antes de salir amordazo
los relojes de pared
y me detengo un instante
en la puerta sin volver la cabeza,
cierro los ojos, aprieto los puños
y deseo que se pare el tiempo
por mi bien.
El tiempo, claro, no se detiene.
Después cierro la puerta.