16 de octubre de 2009

EL ESCRITOR

Cinco lápices o lapiceros
con olor a madera
y foto fija de la niñez
listos para escribir versos
siempre inacabados
o relatos cortos de tiempo,
y a veces de intención,
sin contar alguno que no debe,
que no quiere que surja y existirán
por siempre, para siempre, dentro de él.

Una goma de borrar blanca
con pecado de tacto incorporado
para hacer desaparecer
todas las veces que sus dedos
escriben lo que quieren
en un cuaderno caja-fuerte
testigo desde su interior
de las ideas de un navegante
perseguido por la mar.

Una cuhilla amiga
de sus nervios serenos
que hace virutas de fiesta
cuando no encuentra
en la punta gastada, afónica,
de sus lápices o lapiceros,
los mensajes que seguro,
están guardadas mas allá,
dentro de una vena negra.

Poco más. Una trilogía de dedos
que sobreviven para sujetar
el cañón de sus palabras,
con mas alma que fuego,
y le conducen con rumbo exacto
por el mapa cuadriculado de papel,
mientras una cabeza encargada
de unir ideas con versos, trabaja
una y otra vez, una y otra vez, una y otra vez.

Todo cabe en una bolsa pequeña
de espacios fugaces y sinceros
para ir y volver, colgada de su hombro
con un peso… abrumadoramente insignificante.

Y lo demás no importa. Lo demás no cuenta.