Levo anclas. Debo hacerlo.
Saco hierros del agua
y despliego todo el trapo.
Espero los mejores alisios
y otra vez a la luz de la luna
me hago a la mar.
Atrás queda otro puerto
con mil amaneceres,
la sensación de que los buenos finales
no existen
y algún que otro recuerdo
para enmarcar.
Poco mas.
Los tragos de ginebra,
las esperas de sal,
los besos de verano…
todo por la borda.
Queda elegir entre babor
o estribor y confiar en que el viento
no me restriegue por la cara
la basura que quiero eliminar.
Y cuando no quede mas que un recuerdo
entre el cielo y el mar,
en medio de esa soledad
que tan bien conozco
poblada solo por los quejidos
cada vez mas humanos
de mi barco sin rescatar:
la madera que llora,
las velas que se lamentan
y el agua lavando,
curando cicatrices
antes que Neptuno
se de cuenta y me tiente
a cenar en su mesa
dispuesta de ira y maldad.
Antes de ello, otra vez soñar,
a soñar con puertos nunca vistos,
con puertos con dos soles,
con no escuchar cantos de sirena,
con no dormirme sobre las olas del mar,
con saber que las certeza
solo duran los tiempos de mentira,
con no jugar a las guerras sucias
y sobre todo
con no volverte a reinventar.
Me llevare los fantasmas
para sepultarlos en el mar.