Llevo puestos tus guantes. Unos guantes rojos de lana y grises de frío, con los que llegabas hasta mi. Con ellos acaricio las mañanas, antes de amanecer. Como hacia contigo. Me sirven para contar uno a uno, dedo a dedo, las sombras tuyas que encuentro por la casa, ahora que no estas. Son guantes de agarrar recuerdos.
Y unos calcetines que quedaron olvidados en una esquina del cajón de tu mesilla y me parecieron tristes. También me los puse. Por si les daban por llevarme hasta ti cualquier día. O mejor, todos los días.
Además me colgué aquella bufanda que nos compramos a medias las primeras navidades que pasamos juntos. Tenia una punta tuya y otra mía. Recuerdo que la mía decidió irse contigo para siempre. Como yo. Tiene los flecos despeinados, así como tu cabello, difícil de domar, difícil de peinar. Como tu cabello.
Y abrí tu paraguas azul, uno pequeño casi infantil que apenas nos cubría la cabeza. Claro que aún andábamos juntos, tú y yo, los días de lluvia. Y los días de sol. Y las mañanas de domingo. Y las noches de verano. Y la vida era eterna.
Ahora, con estas pocas ilusiones que me arropan los silencios tan insoportables, espero que vuelvas, aquí sentado en el suelo, en el refugio-rincón que compartíamos hasta ayer, abrazando las piernas con mis manos, acurrucado, encogido, hecho un ovillo pequeño de esperanza, color verde.