Hubiera estado bien quedar contigo mas tiempo. Tiempo para que vieras más de mi en mis gestos o en mi mirada. O tiempo para que yo pudiese adivinar más en la tuya, por ejemplo, si era cierto todo lo que no me querías.
Aún hoy te imagino llegando guapa, con el buen gusto de no colocarte el pelo al verme y un rizo largo y eterno caído, como descuidado, sobre la cara que guarda impresa una media sonrisa a la que me he acostumbrado en poco tiempo, sin ningún esfuerzo. Y veo el cuello de una camisa blanca por debajo de tu traje oscuro. Y luego pienso que tu camisa y tu traje te abrazaban y siento envidia.
Aquella tarde, vivir, incorporó algunas urgencias de serie. Por ejemplo: los semáforos se pusieron en mi contra desde el principio. El verde hipnótico de las prisas termino por madurar y se quedo de rojo por una eternidad. Una eternidad que esperé, resignado a los pies de aquel dios tan servicial con los automóviles y capaz de tararear una canción irreconocible con un solo instrumento para amenizar la espera. Los muñecos que otras veces fingían acelerar el paso se quedaron rojos también, de vergüenza supongo, y hacían guiños interminables de complicidad a los muñecos de arriba que esperaban igual de quietos que yo.
La lluvia tampoco ayudo. Quiero decir que jodio bastante. Un mar de paraguas abiertos se invocaban los unos a los otros para que yo no fuese mas deprisa a tu encuentro. Alguien decidió que las varillas de su paraguas podían quedar bien a la altura de mi cabeza. O quizá no me vio tapado, como estaba, por un gorro impermeable que no le hacia ninguna falta debajo de esa arma asesina que esgrimía contra todo aquel que se movía a la altura prevista. El ojo, bien: curara.
A ti debió pasarte mas o menos igual. Lo cierto es que ya nunca volvimos a encontrarnos. Pudo ocurrir que salieras mas tarde del trabajo con un “ya para que” en la cabeza. O que decidieras esperar en un portal a que pasara la lluvia, a que pasara el tiempo, la tarde, tu desgana, o yo mismo. Que raro se me antoja todo.
Ese día, no aprecie como te quería. Los otros días, los imposibles, serán los que me toque vivir cuando decida recordarte otra vez, como la mujer que uno nunca olvida. Ese tipo de mujer que te dice: “hola y adiós” a la vez para que sepas a que atenerte y dejarte sin aliento mientras te quedas solo, pensando, en que ojala hubieras nacido ayer convertido para siempre, en su camisa. Con mangas por supuesto.