Eran los principios del invierno. Aquel año los fríos habían llegado con ganas de quedarse más tiempo del habitual. Empezaba a amanecer en el parque y el sol iba dejando de ser esa inmensa bola anaranjada siempre por delante del cielo azul. Azul cobalto, azul añil, pero siempre azul para seducirnos por la mañana, mientras los rayos del sol ganan terreno a las formas oscuras que han reinado por la noche. Algunos pájaros entrenaban sus gargantas para el resto del día. Un pato lanzo un tremendo graznido que hizo levantar el vuelo a las palomas reunidas en un árbol cercano. El batir de sus alas me pareció un aplauso que también servia para saludar al sol, que poco a poco iba cogiendo fuerza y durante un momento, soñé que empezaba a calentar.
En nada de tiempo, la escarcha que cubre el campo empapara la tierra para que algunas semanas después la hierba mullida y suave tiña de verde estos campos. De verde, como la esperanza. Entonces los árboles despertaran e irán abriendo las yemas que ya despuntan en algunas ramas y volverán a verse grandes, frondosos, frescos, como cuadros de Pissarro. Y a juego con la hierba sus hojas esmeralda. Las mismas hojas que al final del verano caerán y tapizaran otra vez los caminos, las veredas, el paisaje, igual que hojas muertas rígidas y quebradizas que se confunden con el color del suelo.
Fue en ese momento cuando empecé a ver como desde allí, desde el suelo, cientos, miles de aquellas hojas me mandaban mensajes en forma de destellos. Eran tantos y a tanta velocidad que parecía estar mirando sobre las hojas, una noche estrellada. De esas en las que todos nos hemos reconocido alguna vez, al fresco de algún verano que juramos no olvidar, mirando al cielo con el cuello retorcido y muy quietos porque si nos movemos, creemos que se romperá la magia y nunca llegaríamos a entender lo que sin duda nos están queriendo decir las estrellas en ese momento.
Y por nada del mundo deseamos algo así y cuando queremos darnos cuenta nos encontramos como niños pequeños mirando con ojos asombrados lo infinitamente pequeños que somos y lo infinitamente emocionados que nos sentimos por pertenecer a tanta belleza. Y yo ahora tenía ante mis ojos, en el suelo y con la luz amaneciendo, esa misma sensación. Apenas movía un poco los pies, el cuerpo o la cabeza volvían insistentemente aquellos mensajes que como los de las noches de verano, no podía descifrar. ¿Qué querrían decirme?
Soñé que las hojas que caen de los árboles a principios del otoño, esas que cambian al color amarillo brillante luego al oro viejo y finalmente se desprenden del árbol para esconderse con el suelo, esas miles, millones de hojas que una vez han cumplido su tiempo pensamos que mueren, esas hojas aun estando lejos de su esplendor de su lugar de la misión para la que nacieron, esas hojas que están en el suelo: aún no han muerto. Y quieren contarnos algo que ellas vieron.
Quizás quieran contarnos que bajo ellas, en primavera, vieron desfilar los niños pequeños con ojos asombrados, muy abiertos para no perder detalle de la vida nueva que se abre ante ellos. Con manos ansiosas, inquietas que nos advierten con gestos que lo quieren todo y que no hay nada que les pare por dentro. Y en verano, que vieron pasar parejas con abrazos risas y besos. Y vieron pasar ideas, ilusiones, deseos, tesoros escondidos, amores, celos, felicidad, dolor, desconsuelos. En una palabra vieron como pasaba la vida. Y al llegar el otoño vieron como bajo ellas se sentaban cansados algunos viejos a contarles a las palomas como había sido el día de ayer sin ellos. Como el día de hoy tampoco estaría el o ella y que quizá mañana no venga, que ya esta muy mayor y nadie sabe que pasara. Y que ojala pase algo y no vuelva nunca más. Que ya esta bien. Que no lo entiende y que solo tiene ganas de volver a verle. O verla.
Quizá, cuando llega el invierno, las “hojas muertas” quieran contarnos todo esto. Y los cientos, miles de destellos que nos atraviesan son mensajes en idiomas-luz que debemos descifrar para entenderlo. Para entender que la vida que nos abraza, como se abraza un deseo.
A veces me despierto por la noche y revivo otra vez aquellos momentos. Sigo sin entender el mensaje de aquellas hojas en el suelo. Pero ahora se que si la luz de la mañana golpea sobre el hielo que la noche a puesto en las hojas y me llega su reflejo, es una pura carambola que se da una vez entre diez mil pero no estoy dispuesto a aceptarlo como verdadero, es mas, estoy dispuesto a rebatirlo con toda mi alma y mi mayor empeño.
Y reconozco que cuando ando por debajo de los árboles desde que empieza el otoño hasta que acaba el invierno procuro no pisar ninguna hoja, ir dando pequeños saltos para evitar herirlas y confio en que no piensen de mí (algunos) que estoy bebido o ciego. Es solo que no quiero pisarlas.
Por si alguna vez puedo leer sus mensajes y por fin las entiendo.
En nada de tiempo, la escarcha que cubre el campo empapara la tierra para que algunas semanas después la hierba mullida y suave tiña de verde estos campos. De verde, como la esperanza. Entonces los árboles despertaran e irán abriendo las yemas que ya despuntan en algunas ramas y volverán a verse grandes, frondosos, frescos, como cuadros de Pissarro. Y a juego con la hierba sus hojas esmeralda. Las mismas hojas que al final del verano caerán y tapizaran otra vez los caminos, las veredas, el paisaje, igual que hojas muertas rígidas y quebradizas que se confunden con el color del suelo.
Fue en ese momento cuando empecé a ver como desde allí, desde el suelo, cientos, miles de aquellas hojas me mandaban mensajes en forma de destellos. Eran tantos y a tanta velocidad que parecía estar mirando sobre las hojas, una noche estrellada. De esas en las que todos nos hemos reconocido alguna vez, al fresco de algún verano que juramos no olvidar, mirando al cielo con el cuello retorcido y muy quietos porque si nos movemos, creemos que se romperá la magia y nunca llegaríamos a entender lo que sin duda nos están queriendo decir las estrellas en ese momento.
Y por nada del mundo deseamos algo así y cuando queremos darnos cuenta nos encontramos como niños pequeños mirando con ojos asombrados lo infinitamente pequeños que somos y lo infinitamente emocionados que nos sentimos por pertenecer a tanta belleza. Y yo ahora tenía ante mis ojos, en el suelo y con la luz amaneciendo, esa misma sensación. Apenas movía un poco los pies, el cuerpo o la cabeza volvían insistentemente aquellos mensajes que como los de las noches de verano, no podía descifrar. ¿Qué querrían decirme?
Soñé que las hojas que caen de los árboles a principios del otoño, esas que cambian al color amarillo brillante luego al oro viejo y finalmente se desprenden del árbol para esconderse con el suelo, esas miles, millones de hojas que una vez han cumplido su tiempo pensamos que mueren, esas hojas aun estando lejos de su esplendor de su lugar de la misión para la que nacieron, esas hojas que están en el suelo: aún no han muerto. Y quieren contarnos algo que ellas vieron.
Quizás quieran contarnos que bajo ellas, en primavera, vieron desfilar los niños pequeños con ojos asombrados, muy abiertos para no perder detalle de la vida nueva que se abre ante ellos. Con manos ansiosas, inquietas que nos advierten con gestos que lo quieren todo y que no hay nada que les pare por dentro. Y en verano, que vieron pasar parejas con abrazos risas y besos. Y vieron pasar ideas, ilusiones, deseos, tesoros escondidos, amores, celos, felicidad, dolor, desconsuelos. En una palabra vieron como pasaba la vida. Y al llegar el otoño vieron como bajo ellas se sentaban cansados algunos viejos a contarles a las palomas como había sido el día de ayer sin ellos. Como el día de hoy tampoco estaría el o ella y que quizá mañana no venga, que ya esta muy mayor y nadie sabe que pasara. Y que ojala pase algo y no vuelva nunca más. Que ya esta bien. Que no lo entiende y que solo tiene ganas de volver a verle. O verla.
Quizá, cuando llega el invierno, las “hojas muertas” quieran contarnos todo esto. Y los cientos, miles de destellos que nos atraviesan son mensajes en idiomas-luz que debemos descifrar para entenderlo. Para entender que la vida que nos abraza, como se abraza un deseo.
A veces me despierto por la noche y revivo otra vez aquellos momentos. Sigo sin entender el mensaje de aquellas hojas en el suelo. Pero ahora se que si la luz de la mañana golpea sobre el hielo que la noche a puesto en las hojas y me llega su reflejo, es una pura carambola que se da una vez entre diez mil pero no estoy dispuesto a aceptarlo como verdadero, es mas, estoy dispuesto a rebatirlo con toda mi alma y mi mayor empeño.
Y reconozco que cuando ando por debajo de los árboles desde que empieza el otoño hasta que acaba el invierno procuro no pisar ninguna hoja, ir dando pequeños saltos para evitar herirlas y confio en que no piensen de mí (algunos) que estoy bebido o ciego. Es solo que no quiero pisarlas.
Por si alguna vez puedo leer sus mensajes y por fin las entiendo.