28 de diciembre de 2013

Brasil, para siempre.






“Srs. Pasajeros, el vuelo 6.9.19.1.12 con destino a Brasil va a despegar. Les rogamos se relajen y aspiren profundamente”
-          Ya era hora. Parece que llevo toda la vida esperando. ¿Será como lo imagino?
 Julio se abrocho el cinturón y acomodo su cuerpo lo mejor que pudo al hueco en el asiento, luego se asomo por aquella ventanilla pequeña y redonda que parecía un vistazo al pasado y empezó a sentir que al fin despegaba. Enseguida un cielo azul y limpio le inundo la visa. Algunas nubes, pocas, de algodón muy blancas no presagiaban más que un vuelo agradable y tranquilo.
Unos minutos después, le pareció que veía tierra. – “Quizás me quedé dormido y estemos regresado, pero entonces el sol entraría por nuestra izquierda y no es así. Además esta alto, entra de arriba hacia abajo: justo mediodía. Seguro que me quede dormido, claro la tensión del viaje. “Un vuelo corto sin duda – pensó - pero estamos llegando”. Y la idea de que por fin alcanzaba su destino se fue abriendo paso hasta acomodarse en su cabeza y desde allí, empezó a destilar por todo su cuerpo una tranquilidad que antes apenas recordaba.
A vista de pájaro, ya podía divisar las playas kilométricas de arenas muy blancas y aguas de fondos azulados, verdosos,  trasparentes, salpicadas por hombres y mujeres que las recorrían solventando sus quehaceres, de modo impreciso, sin prisa, yendo y viniendo entre las pequeñas aldeas que continuamente iba descubriendo unidas por estrechos senderos de tierra.
Le sorprendió no ver el mar con el agua hirviendo de risas, la playa llena de cuerpos mulatos jugando sobre la arena, o tomando el sol, sentados, hablando, dormidos, abrazados… sin sitio por donde pisar sin incomodar a alguno.
Mas atrás, en una segunda línea resguardados a la sombra seguro que había una fauna comerciante ofreciendo jugos tropicales de piña, de papaya, de maracuya y combinados de ron, de cachaza, de lima… un lujo para enfriarse de ese sol que debe quemar como el mismo fuego. Y tenderetes. Con cuatro palos y un tejadillo. De ramas a punto de derrumbarse por una mirada o un poco de viento donde tomar asados, hacer barbacoas… o cosidos por una lona de color que albergan toda suerte de mercancías sin mas valor que el de la obligación que tienen todas las playas del mundo a que existan: sombreros, gafas, zapatilla, pareos, pañuelos, bolsos, y un millón de  objetos sin clasificar para que disfruten los mirones a paso muy lento examinando con cuidado cualquier baratija como si trataran de descubrir la pieza mas valiosa de la casa de un anticuario durante esas interminables horas de playa diaria .
Y tendré que buscarme algún trabajo, algo tranquilo, no quiero engañarme, que me ocupe tres o cuatro horas como mucho al día solo para poder comer. Dicen que el mar tiene de todo: pescados grandes y sabrosos para asar por la noche en la playa y pescados pequeños para cocer con arroz. Tendré que conseguirme una redecilla, ah! Y unas gafas para ver debajo del agua aunque estoy seguro que a los dos días me acostumbrare a la sal del agua y podré coger langostas a mano. Joder que rabia: Almudena no ha querido venir aunque no la culpo. Ella tiene los pies en el suelo y yo siempre he tenido alas en los pies. Es nuestro único desencuentro pero en cuanto este instalado la llamo para que venga y disfrutemos juntos.
Aquello debe ser la selva, ¡que enorme! Siempre pensé que aquí había más pueblos, más bichos y más plantas por descubrir de lo que nos han contado. Y aquello, el Amazonas: increíble. Tan grande y tan hermoso… ver como serpentea con la luz de la tarde hasta perderse en el mas frondoso verde del horizonte… Me gustaría viajar alguna vez por este gran río  en un barquito de vapor, por el placer de viajar. Como aquella película “La reina de África” ¿de África? Bueno, todos los grandes ríos deben ser muy parecidos.
“Atención Srs. pasajeros estamos llegando a nuestro destino. Pueden desabrocharse los cinturones” ¿Si claro, y fumar! Pero es cierto: hemos hecho todo el viaje con los cinturones puestos. Ya es igual estamos a punto de pisar Brasil.
Los pasajeros, advertidos unos a otros, se abalanzan sobre las ventanillas de ala izquierda mientras se indican en voz baja, algo que parece excepcional. Jaime movido por la curiosidad también se acerca a mirar. El desconcierto se apodera de él rápidamente: un personaje vestido con una túnica de un blanco que daña la vista como si mas que un color el blanco fuera una luz, levita ane sus ojos y les da la bienvenida con un gesto sereno y los brazos abiertos de par en par. Parece Dios. Jaime de pronto cae en la cuenta: “El pan de azúcar” dice en un susurro y piensa que Brasil es el lugar más bello del mundo. Boquiabierto grita a los demás pasajeros: “Brasil” Y repite en otro grito mas intimo: “Brasil”.

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            “Hora de la muerte doce cuarenta, vamos a cerrar”, anuncia el doctor San Cristóbal a su equipo.
            Minutos después mientras se lava las manos aún apesadumbrado por lo que acababa de ocurrir en el quirófano, le pregunta a su ayudante: “Que te a parecido?” “Hizo lo que pudo. – le responde Carlos Moré, su ayudante - No se preocupe. No se si se dio cuenta que justo antes de morir el paciente alcanzo a decir: Brasil y lo repitió mientras moría. Es extraño: nosotros nos preocupamos por salvarle la vida y él, seguro que solo pensaba en el próximo mundial de fútbol”.