“Srs. Pasajeros, el vuelo 6.9.19.1.12 con
destino a Brasil va a despegar. Les rogamos se relajen y aspiren profundamente”
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Ya
era hora. Parece que llevo toda la vida esperando. ¿Será como lo imagino?
Julio se abrocho el cinturón y acomodo su
cuerpo lo mejor que pudo al hueco en el asiento, luego se asomo por aquella
ventanilla pequeña y redonda que parecía un vistazo al pasado y empezó a sentir
que al fin despegaba. Enseguida un cielo azul y limpio le inundo la visa.
Algunas nubes, pocas, de algodón muy blancas no presagiaban más que un vuelo
agradable y tranquilo.
Unos minutos después, le pareció que veía
tierra. – “Quizás me quedé dormido y estemos regresado, pero entonces el sol entraría
por nuestra izquierda y no es así. Además esta alto, entra de arriba hacia
abajo: justo mediodía. Seguro que me quede dormido, claro la tensión del viaje.
“Un vuelo corto sin duda – pensó - pero estamos llegando”. Y la idea de que por
fin alcanzaba su destino se fue abriendo paso hasta acomodarse en su cabeza y
desde allí, empezó a destilar por todo su cuerpo una tranquilidad que antes
apenas recordaba.
A vista de pájaro, ya podía divisar las
playas kilométricas de arenas muy blancas y aguas de fondos azulados, verdosos,
trasparentes, salpicadas por hombres y
mujeres que las recorrían solventando sus quehaceres, de modo impreciso, sin
prisa, yendo y viniendo entre las pequeñas aldeas que continuamente iba
descubriendo unidas por estrechos senderos de tierra.
Le sorprendió no ver el mar con el agua
hirviendo de risas, la playa llena de cuerpos mulatos jugando sobre la arena, o
tomando el sol, sentados, hablando, dormidos, abrazados… sin sitio por donde
pisar sin incomodar a alguno.
Mas atrás, en una segunda línea resguardados
a la sombra seguro que había una fauna comerciante ofreciendo jugos tropicales
de piña, de papaya, de maracuya y combinados de ron, de cachaza, de lima… un
lujo para enfriarse de ese sol que debe quemar como el mismo fuego. Y
tenderetes. Con cuatro palos y un tejadillo. De ramas a punto de derrumbarse por
una mirada o un poco de viento donde tomar asados, hacer barbacoas… o cosidos
por una lona de color que albergan toda suerte de mercancías sin mas valor que
el de la obligación que tienen todas las playas del mundo a que existan:
sombreros, gafas, zapatilla, pareos, pañuelos, bolsos, y un millón de objetos sin clasificar para que disfruten los
mirones a paso muy lento examinando con cuidado cualquier baratija como si
trataran de descubrir la pieza mas valiosa de la casa de un anticuario durante
esas interminables horas de playa diaria .
Y tendré que buscarme algún trabajo, algo
tranquilo, no quiero engañarme, que me ocupe tres o cuatro horas como mucho al
día solo para poder comer. Dicen que el mar tiene de todo: pescados grandes y
sabrosos para asar por la noche en la playa y pescados pequeños para cocer con
arroz. Tendré que conseguirme una redecilla, ah! Y unas gafas para ver debajo
del agua aunque estoy seguro que a los dos días me acostumbrare a la sal del
agua y podré coger langostas a mano. Joder que rabia: Almudena no ha querido
venir aunque no la culpo. Ella tiene los pies en el suelo y yo siempre he
tenido alas en los pies. Es nuestro único desencuentro pero en cuanto este
instalado la llamo para que venga y disfrutemos juntos.
Aquello debe ser la selva, ¡que enorme!
Siempre pensé que aquí había más pueblos, más bichos y más plantas por
descubrir de lo que nos han contado. Y aquello, el Amazonas: increíble. Tan
grande y tan hermoso… ver como serpentea con la luz de la tarde hasta perderse
en el mas frondoso verde del horizonte… Me gustaría viajar alguna vez por este gran
río en un barquito de vapor, por el
placer de viajar. Como aquella película “La reina de África” ¿de África? Bueno,
todos los grandes ríos deben ser muy parecidos.
“Atención Srs. pasajeros estamos llegando
a nuestro destino. Pueden desabrocharse los cinturones” ¿Si claro, y fumar! Pero
es cierto: hemos hecho todo el viaje con los cinturones puestos. Ya es igual
estamos a punto de pisar Brasil.
Los pasajeros, advertidos unos a otros, se
abalanzan sobre las ventanillas de ala izquierda mientras se indican en voz
baja, algo que parece excepcional. Jaime movido por la curiosidad también se
acerca a mirar. El desconcierto se apodera de él rápidamente: un personaje
vestido con una túnica de un blanco que daña la vista como si mas que un color
el blanco fuera una luz, levita ane sus ojos y les da la bienvenida con un
gesto sereno y los brazos abiertos de par en par. Parece Dios. Jaime de pronto
cae en la cuenta: “El pan de azúcar” dice en un susurro y piensa que Brasil es
el lugar más bello del mundo. Boquiabierto grita a los demás pasajeros:
“Brasil” Y repite en otro grito mas intimo: “Brasil”.
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“Hora de la muerte doce cuarenta,
vamos a cerrar”, anuncia el doctor San Cristóbal a su equipo.
Minutos después mientras se lava las
manos aún apesadumbrado por lo que acababa de ocurrir en el quirófano, le
pregunta a su ayudante: “Que te a parecido?” “Hizo lo que pudo. – le responde
Carlos Moré, su ayudante - No se preocupe. No se si se dio cuenta que justo
antes de morir el paciente alcanzo a decir: Brasil y lo repitió mientras moría.
Es extraño: nosotros nos preocupamos por salvarle la vida y él, seguro que solo
pensaba en el próximo mundial de fútbol”.