28 de noviembre de 2013

Erase una vez: un mimo




Gastón, el mimo, como a él le gustaba que le llamasen, termino por vivir en la calle. Dormía sobre una cama de cartones rotos cogidos aquí y allá y vestía ropas viejas que conjuntaba de modo estrafalario en cuanto las robaba de la basura. De comer no hablamos: a lo sumo un día de cada tres por la caridad de alguien o bien por que encontraba entre la basura un poco de pan, media zanahoria o un yogur caducado de verdad.

El mimo, ofrecía un aspecto descuidado y sucio de marioneta a punto de la desarticulación que paseaba sus interpretaciones por los parques y jardines antes de que los niños huyeran llorando y muertos de miedo mientras sus madres levantaban la mano haciendo aspavientos para asustarle y de paso espantar las moscas que como satélites autorizados giraban a su alrededor.

Gastón no era un mimo como los demás. Gastón no había decidido interpretar un personaje que vivir unas horas al día, Gastón había compuesto un personaje con el que mimetizarse, confundirse las veinticuatro horas todos los días y dejar atrás una vida que sin duda no quería seguir viviendo. Nadie se explicaba como un hombre de buenísima familia, porvenir asegurado y sin otras necesidades que esperar, el Sr. D. Gaspar de Toncaliú y Saez-Motril de la Serena, debido sin duda a la descomposición química que padecen los personajes humanos que tienen más de un gramo de locura, decidió ser un mimo.

Y eso fue, si no recuerdo mal… un día cualquiera de un año cualquiera de una vida cualquiera.