25 de abril de 2010

LUGARES

Mi abuelo contaba la historia de su vida por los lugares donde había pasado. Los guardaba todos dentro de su cabeza y empezaba sus retahílas con un: “ Estábamos…” porque mi abuelo, que él recordara, nunca había estado solo. Decía: “ Estábamos… en Riaño” y nos contaba historias de su niñez, con los amigos, los juegos, los paisajes que aun recordaba emocionado o las gentes que poblaban fielmente su memoria.

Y luego nos recitaba una letanía sagrada sobre como se caso con el amor de su vida robándosela a todo un pueblo. A los amigos que la rondaban con insistencia, a sus amigas que envidiaban su risa, a las dos familias que no nos querían juntos porque entonces ya andaban regañadas por unas lindes que mas tarde se tragaría como se trago el pueblo, aquel pantano de los… “redios que mala suerte” terminaba mascullando y volvía a soñar con el día que huyo con la abuela Maruchi para poder casarse y como a la salida del pueblo se volvieron un instante, justo a la altura de aquel tejo solo para enamorados, y robarón un poco de belleza con la que empezar una vida y luego se dieron el mejor beso que se darían nunca. Cosas del tejo sentenciaba mi abuelo.

Si nos decía: “Estábamos en León y…” Ya sabíamos que allí le toco construirse una familia entera con necesidades y todo. Que si eran muchos, que si tenían poco, que cada nuevo hijo era una ilusión y un quebradero de cabeza, que sin saber como fueron saliendo adelante, que los casó a todos y que cuando se quedaron solos la abuela y él, a la abuela le dio por dejarse morir de cansancio, sin quejarse y el abuelo empezó a pensar que ojala no hubiera tenido hijos ni trabajo ni domingos ni necesidades ni nada de nada para haber estado solo con ella y haber respirado, dormido, soñado, solo con ella y haber disfrutado solo de ella y haberse muerto con ella, o mejor, antes que ella… “redios que mala suerte”. La Maru, como le decía, era mucha Maru y no podía entender como una mujer que nunca se quejó de que le faltara nada, que nunca pidió nada para ella misma se había muerto y se le había llevado el corazón. Lo decía tan convencido y tan natural que conmovía.

Después de aquello se vino a vivir con nosotros, a Oviedo, y durante algunos años nos fue tatuando a mis hermanos y a mi todos sus recuerdos bien dentro. A veces me despierto por las noches y reconozco perfectamente el sonido y el olor de los montes del pueblo de mi abuelo o sigo las pisadas de mis tíos y mis primos por las calles viejas de León volviendo a casa, despacio, paseando alguna mañana de domingo con sol, después de oír misa en la catedral.

Un día el abuelo dijo: “Mañana nos volvemos a Riaño. Redios que mala suerte” Pobre abuelo. Todos pensamos que se había desquiciado. Ahora los últimos años de su vida serian un constante ir y venir de su cabeza entre Oviedo y Riaño, entre recuerdos sepia de fotografía antigua, con olor a humedad, tristeza y tiempo. Lo que no podíamos imaginar es que el abuelo se escapara de casa al día siguiente. La Guardia Civil le encontró tres días después, muerto por el frío, a punto de llegar a Riaño, donde el camino se besa despacito, cariñoso, con el pantano. Justo debajo de un tejo.