5 de septiembre de 2013

Asím y el mar



Asim-Al-Harem nunca se había movido de su ciudad pero había oído las historias de los viajeros que llegaban y hablaban de un espacio casi infinito como el cielo de agua azul que se volvía blanca cuando llegaba a la tierra y que atraía y amaba (y a veces podía llegar a matar) por igual a todo aquel que lo contemplaba.
Y Asim busco por donde hacerse a la mar. Primero subió a las cimas más altas por ver si divisaba aquella enorme masa de agua de color azul de la que tanto había oído hablar pero desde lo más alto las nubes impedían cualquier otra visión que no fueran ellas mismas como si quisieran acaparar el vértigo de todas las miradas y no dejaban ver el azul intenso. Se dispuso a seguir el curso de cualquier rio para llegar al mar pero no supo encontrar un rio que no muriese en otro rio que no muriese en un pantano sin fondo o en un salto mortal.
Decidió entonces seguir al sol y viajo de país en país preguntando por un puerto, un océano, pescadores con la piel ajada por el agua y la sal. Llego al oeste del mundo y de su propia vida pero los días fueron pasando todos exactamente igual sin que por fin llegara a ninguna parte y casi perdió la esperanza. Cansado de perseguir su sueño se detuvo a reflexionar: que me impide ser feliz? que me impide ver el mar?
En estos pensamientos estaba cuando vio acercarse por el camino una mujer que cargaba entre sus brazos un ánfora.  Llego hasta él y con gesto amable derramo con cuidado el agua de aquella vasija sobre él mientras con voz dulce la oyó decir: “Toma, para que no pases sed. Es agua del mar”. En ese momento Asim recordó todos los días de su vida como si hubieran sido uno solo y noto como las raíces antiguas y profundas de sus pies se hacían más fuertes y gruesas a medida que se ocultaban profundamente en la tierra empapada del agua que había vertido aquella mujer.

Y entonces Asim perdió toda esperanza y tuvo la certeza de que nunca vería el mar. Después pensó que hacer con aquella ilusión.