Asim-Al-Harem nunca se había
movido de su ciudad pero había oído las historias de los viajeros
que llegaban y hablaban de un espacio casi infinito como el cielo de agua azul
que se volvía blanca cuando llegaba a la tierra y que atraía y amaba (y a veces
podía llegar a matar) por igual a todo aquel que lo contemplaba.
Y Asim busco por donde
hacerse a la mar. Primero subió a las cimas más altas por ver si divisaba
aquella enorme masa de agua de color azul de la que tanto había oído hablar
pero desde lo más alto las nubes impedían cualquier otra visión que no fueran
ellas mismas como si quisieran acaparar el vértigo de todas las miradas y no
dejaban ver el azul intenso. Se dispuso a seguir el curso de cualquier rio para
llegar al mar pero no supo encontrar un rio que no muriese en otro rio que no
muriese en un pantano sin fondo o en un salto mortal.
Decidió entonces seguir al
sol y viajo de país en país preguntando por un puerto, un océano, pescadores
con la piel ajada por el agua y la sal. Llego al oeste del mundo y de su propia
vida pero los días fueron pasando todos exactamente igual sin que por fin llegara
a ninguna parte y casi perdió la esperanza. Cansado de perseguir su sueño se
detuvo a reflexionar: que me impide ser feliz? que me impide ver el mar?
En estos pensamientos estaba
cuando vio acercarse por el camino una mujer que cargaba entre sus brazos un ánfora. Llego hasta él y con gesto amable derramo con
cuidado el agua de aquella vasija sobre él mientras con voz dulce la oyó decir:
“Toma, para que no pases sed. Es agua del mar”. En ese momento Asim recordó
todos los días de su vida como si hubieran sido uno solo y noto como las raíces
antiguas y profundas de sus pies se hacían más fuertes y gruesas a medida que se
ocultaban profundamente en la tierra empapada del agua que había vertido
aquella mujer.
Y entonces Asim perdió toda
esperanza y tuvo la certeza de que nunca vería el mar. Después pensó que hacer
con aquella ilusión.