Me mira fijamente por detrás de sus gafas de sol y me desafía con ese gesto. La boca apretada, las mangas de la camiseta subida, una gorra del revés y los brazos cruzados bajo el pecho. Esta preparado para defenderse. Para atacar y defenderse.
Tengo una fotografía suya de cuando era pequeño. De cuando los ojos, los suyos y los míos, miraban juntos hacia delante. Un futuro mucho más cercano de lo que parecía. De cuando su carita me hacia muecas y jugábamos los dos a mil cosas diferentes.
Si el era pirata yo también. Y con pata de palo. Y tuerto de un ojo si hacia falta. Si disparaba su pistola de agua o de balas o de rayos, al otro lado siempre estaba yo intentando escapar o haciendo figuras imposibles para que no me tocaran ni uno solo de sus proyectiles de ficción. Y si conducíamos en coche yo siempre de copiloto vigilando para que no se saliera del asiento porque no llevábamos casco ni cinturones de seguridad y rebasábamos todos los límites que podíamos imaginar.
Por las noches nos acostábamos juntos. Unas veces leíamos y otras era yo el que inventaba una historia fantástica que terminaba por llevarle hasta el sueño. Otras veces la inventaba él y me dormía yo. Y así todos los días. Creamos un mundo diferente, ilegitimo y fantástico a su medida, donde cabíamos los dos.
Luego creció. Fueron años en los que cogió carrerilla y distancia. Sus propios amigos, sus propios juegos, todo nuevo. Y poco a poco iba sustituyendo lo que yo le había propuesto por lo que el encontraba. Como debe ser. Yo seguía de copiloto-polizón vigilando que no se hiciera daño.
Y ahora noto que poco a poco me va empujando de su nuevo mundo porque ya no tengo cabida en él. No me quejo pero ahora empiezo a sentir todos los dolores que antes no había sentido: me duelen los ojos de querer verle más allá. Y la pierna de palo porque se me olvido cambiarla cuando acabamos los juegos… y así se quedo. Y la espalda también me duele de todas aquellas figuras imposibles que tuve que hacer para que no me rozaran las balas que disparaba desde… y el alma, de jugarme la vida día a día en aquel coche sin ninguna seguridad.
Él dice que ya no entiendo nada. Que el mundo no es lo que yo digo sino lo que el sabe. Que no se juzgar a las personas, que estoy perdido, que conmigo no se puede hablar... Que me hago viejo, que no tengo remedio.
Pero lo que de verdad me hago, son preguntas. Y yo que había decidido no hacerme preguntas porque no quería saber las respuestas, siento como cada una de sus afirmaciones, cada una de las protestas de las críticas de los reproches que dispara contra mí con mucha más puntería que cuando era pequeño, me alcanzan y consiguen lesionarme. Debe ser que ni me doblo ni me escondo como antes.
Y además las respuestas al parecer, las tiene todas él. Mejor.